Cuando aterricé aquella mañana en Xining, una ciudad a 1328 kilómetros al oeste de Beijing, lo primero que pensé fue en ir al baño porque aún faltaban 800 kilómetros de carretera para llegar a Yushu, en ese momento epicentro del último terremoto registrado en la región, en abril de ese año.
Con apenas cinco días en China, mis ojos no daban crédito a lo que veían: una letrina, los tocadores del aeropuerto de esta ciudad de más de dos millones de habitantes tenían letrinas. De cerámica, con sistema de aguas blancas y negras, pero letrina.
Carretera adentro, luego de rodar unas cuantas horas en ascenso a Yushu, el conductor paró en una estación de gasolina que tenía junto un amplio baño público. Considerando que no tenía forma de saber cuántas horas faltaban para el próximo desaguadero, me encomendé a los santos y procedí.
Apenas abrí la puerta, extrañé la letrina de cerámica del aeropuerto. Aquí sólo había un piso de cemento rústico, sin divisiones, y con agujeritos. Un pozo séptico pues, favorecido por las bajas temperaturas de la zona, pero pozo séptico. Y nada, a situaciones desesperadas, medidas más desesperadas.
Ya en Yushu, obviamente no esperaba conseguir una poceta Vencerámica en medio de los escombros que dejó el terremoto. En ese paisaje tan demoledor agradecí con creces que un señor, cuya casa quedó en pie, me permitiera generosamente utilizar su letrina: en dos días fue el único baño real que vi.
Luego de aquello, en la tumultuosa Beijing ya se me ha hecho cotidiano ver letrinas de cerámica por doquier. En discotecas, centros comerciales y parques. Las pocetas son para los discapacitados y para los sitios más frecuentados por occidentales.
A lo largo de la capital se extiende una red de baños públicos debidamente identificada y que además de a los turistas y transeúntes, presta servicio a los habitantes de los hutongs –callejones tradicionales de China- que en su mayoría albergan pequeñas viviendas sin baños propios.
Como imaginarán, no emana de allí un perfume seductor y tampoco parece grato salir a las 10 de la noche de casa y caminar unos metros para cumplir con las demandas físicas, pero vale la pena tener presente que aquí hay agua, luz y seguridad, porque si fuera el escenario venezolano, más de uno sufriría de cistitis.
Aunque la municipalidad se pronunció a favor de su demolición, los llamados apartamentos cápsulas son una suerte de casilleros armados con una cama muy individual, una mini mesa e instalaciones de luz, teléfono e Internet. El techo, un enramado de metal hace las veces de closet, en tanto que el resto de las pertenencias del inquilino pueden ubicarse debajo de la cama.
Estos lockers se agrupan a razón de tres por cuarto, en una edificación similar a un panal de cinco pisos de alto.
Los usuarios de estas viviendas compartían en la planta baja un espacio para cepillarse los dientes, lavarse las manos o ropa a mano. El predio también estaba dotado de duchas comunes, en tanto que las letrinas estaban fuera de la construcción.
Al cruzar la calle, la caseta de los baños públicos, chicos a un lado, chicas al otro, expedía el peor de los olores que en mi vida tuve la desgracia de percibir. Sin aguas blancas o negras, las letrinas de cemento –idénticas a las que viera en la carretera hacia Yushu- eran la opción diaria de los habitantes que pagaban una renta equivalente a un millón de bolívares trimestrales.
Sehhhh, ya sé que la imagen no pinta bien, pero para mi consuelo que estoy en Beijing, supongo que en algún lugar de Caracas debe haber un chino escribiendo una entrada en su blog para contar que en la capital bolivariana es imposible encontrar una letrina pública con facilidad, a diferencia de los atracadores, que de esos sí hay de a dos y tres en cada esquina.
La primera vez que intenté conocer la Ciudad Prohibida, quedó claro que prohibida estaba, por lo menos para mí. Fue durante el feriado laboral chino y al parecer elegí el mismo destino turístico que decenas de personas, porque apenas si se podía respirar en esa secuencia interminable de cabecitas.
Tras pasar la entrada principal del recinto, divisé un amplio pasillo con árboles de lado y lado. Enfrente se alzaba el famosísimo conjunto de edificaciones que conocería, pero sólo luego de otros dos intentos.
Mientras contemplaba la escena e intentaba descifrar cómo salir de aquella marejada sin sentirme un salmón, dos niñas en sus bonititos vestidos rosados de domingo correteaban hacia las jardineras y desviaron mi atención. Tendrían unos ocho años, y antes que pudiera decir «que lindas las pequeñitas», se alzaron sus hermosos trajecitos de princesa, se bajaron su ropa interior, y sonrientes, en medio de un centenar de personas, vaciaron su vejiga (fueron al baño).
Dos árboles después, la escena se repitió: esta vez era un chiquillo rondando los cinco años. «Y yo que paseo a mi perrita con bolsa y pudor en mano», fue lo único que atiné a pensar.
La imagen se ha ido haciendo más y más común. Un día a la espera en el banco, un chico, con unos probables siete años, corrió a la jardinera, se abrió sus blue jeans, y ¡listo! Semanas antes, otro aprovechó una alcantarilla justo detrás de mí, como urinario.
Pronto noté que es usual que los bebés más pequeños no usen pañales, y que es más usual aún que los extranjeros nos impresionemos con esto. Sus pantaloncitos tienen un agujero que recorre toda la entrepierna, llevan por nombre “kaidangku”, y tienen por objetivo facilitar, no sé si solo al padre o al niño o a ambos, la expulsión de desechos sólidos y líquidos.
Yo desconocía la existencia de una discusión centrada en si el bebé debe o no crecer con pañales, y menos que había padres que promueven la temprana educación sanitaria de los hijos con una minuciosa observación del comportamiento del bebé para orientar el control de esfínteres.
En el caso asiático, esta práctica de ir al baño es tradicional; sin embargo, algunos trabajos publicados en medios de comunicación locales advierten que en los tiempos que corren, el uso de estos pantaloncitos supone una suerte de marca social y se asocia con familias más empobrecidas o provenientes del interior del país.
En tanto, que la nueva generación de padres citadinos comienza a abandonar los “kaidangku” por old-fashioned y anti-higiénicos, y a inclinarse masivamente por la compra de pañales desechables. Menudo mercado. ¿Será que nuestro Gobierno toma nota de esto y comenzamos la exportación de los pañales revolucionarios “Guayucos” para atender este nicho? Por fin nos olvidaríamos del petróleo.
Por: Pau | aquienlachina.wordpress.com