Pedro Centeno Vallenilla nació en Barcelona, estado Anzoátegui, el 13 de junio de 1904 y falleció en Caracas, el 14 de agosto de 1988.
En 1915, entró a la Academia de Bellas Artes de Caracas, donde fue alumno de Almeida Crespo y Álvarez García. Siguió la carrera de Derecho en la Universidad Central de Venezuela, doctorándose en 1926, y al egresar de esta entró al servicio diplomático.
En 1927, viajó a Europa, sirviendo en París desde 1932 y, luego, en Roma, a partir de 1932, en la representación venezolana ante el Vaticano. De 1940 a 1944 vivió en Estados Unidos.
A su regreso a Caracas, se consagró enteramente a la pintura y abrió una academia en su taller de la esquina de Mercaderes. Sus primeras exposiciones se celebraron en la Escuela de Música de Caracas en 1932, y en la Galería Charpentier de París, en 1933.
En la década de los cincuenta, fue contratado para realizar sus murales sobre la nacionalidad en el Palacio Federal y en el Círculo de las Fuerzas Armadas. Otras exposiciones: Fotografía Manrique y Cía., 1924; Ateneo de Caracas, 1943; Centro Venezolano-Americano, 1944; Galería Acquavella, 1964, 1965 y 1967; Galería Li, 1971; Galería Bernard, 1979. De manera póstuma y como homenaje, el Maccsi presentó una extensa retrospectiva de su obra en 1993.
La obra pictórica
Pedro Centeno no pudo hacer un cálculo de su obra, de su cantidad, que representa una vida entera trabajando sin descanso. Hay una razón, su manera de trabajar, especial, pintando de dos a seis horas continuas; a veces, abandonaba algunas, como hacía Ticiano, y las dejaba así, durante varios meses o años; después, un día cualquiera, sentía deseo de volver a trabajar en ellas y recomenzaba donde se había quedado.
Su obra está siempre muy dibujada. El pintor aseguraba que no hay exceso de dibujo porque el dibujo es la construcción absoluta de la obra, el estilo, el cañamazo con que se sostiene; su verdadera trama. Aunque había sido profesor de miniaturas, nunca las hizo. Estudió la especialidad porque le interesaban las miniaturas persas e indués, las del Renacimiento.
El mosaico no lo ensayó; le faltaba el tiempo, material. Tenía la costumbre de hacer las cosas a fondo, de entregarse íntegramente a su trabajo; para él, de no hacerlo así, mejor era no comenzar. Su temperamento era así, todo o nada; y como no pudo darle una temporada entera al mosaico terminó por no ensayarlo siquiera, para no caer en tentaciones peligrosas.
Otra influencia clara en Pedro Centeno era la de Maurico Denis, el místico, el intelectual del movimiento de los Nabis. También estudió su obra y sus escritos. Todos los pintores que iba conociendo en su juventud, en Europa, le interesaban, por poco que fuera. Era así su condición.
Pedro Centeno creaba lo mejor de su obra, la forma quintaesenciada; y el color en función de forma; creía haber llegado a tener una técnica y un estilo personales. Creía que sus obras no se podían confundir con las de otro. Indudablemente, no hay un solo pintor venezolano cuya obra pueda confundirse con la suya.
Algo de sus técnicas…
Pedro Centeno no era un artista secreto que pintaba cuando nadie lo veía…. ¡Todo lo contrario! Pintaba delante de todo el mundo, de sus alumnos, de sus amigos. No tenía ningún inconveniente en decir cómo hacía sus cuadros, el proceso de su creación. He aquí cómo lo explicaba:
«Todo comienza por la idea del cuadro. En un lugar, en un momento cualquiera, solo o en medio de la gente se me ocurre de pronto pintar un cuadro; María Lionza o Júpiter; lo que sea. La idea se fija en mi cerebro y ya no me suelta más hasta la catarsis final, es decir, hasta que le ponga la firma al cuadro terminado. ¿Cómo paso de la idea al cuadro? Para mí no hay pintura sin dibujo previo. Así, comienzo por hacer dibujos; lo más curioso es que a medida que los voy haciendo se van volviendo más abstractos…
Busco la línea, la posición, las masas de color, los volúmenes que tendrá el cuadro, después…
En esos estudios sucesivos voy resolviendo una buena cantidad de problemas plásticos, de forma y de color. En muchos de los murales, sobre todo, me he valido de los dibujos previos hechos como los cuadros abstractos, con simples manchas de color; aquí una mancha verde, allí una azul; y esta más y aquélla más. Esos estudios corresponden tanto al fondo del cuadro que piensa hacerse como a las figuras; donde debe ir una figura vestida de azul pongo una mancha azul; al lado puede ir otra amarilla.
Planos y más planos de color. Cuando todos esos estudios se han terminado, comienzo a concretarla; siempre en dibujo, sin intervención de la pintura, todavía; en papel. Muchas veces uso papel negro, que pinto con líneas blancas o de colores claros. Cuando ya he resuelto todos los problemas previsibles y lo he preparado todo, paso a la tela o al muro. Durante ese largo proceso creo que todo está previsto o casi todo, al menos; pero no lo utilizo.
Los problemas resueltos los archivo en el subconsciente, para enfrentarse a ellos de nuevo al comenzar a pintar. ¿Por qué? La larga experiencia de tantos años me ha enseñado que si aprovechara completamente lo resuelto la obra resultaría fría o perdería su frescura.
Al hacer un cuadro, muchas veces, cambio el proyecto y resuelvo los problemas de otra manera que en los bocetos; hasta cambio la figura por completo, el color, su arabesco; lo que sea.
En los últimos años pinto mucho sobre tablas. Para hacerlo así me veo precisado de preparar la tabla; a veces, en la misma forma que lo hacían los pintores primitivos italianos según una receta del siglo XIII.
Pinto primero una capa monocroma (antes la hacía de color verde, el color tropical, pero ahora suelo hacerla gris, a la manera de Velázquez, hecha de negro de marfil, que ya usaba Velázquez, ya que el negro que no se conocía entonces era el betún). Después pinto la silueta, del color que llevará la obra, así, donde irá la carne, mancho con color de carne; luego trabajo el color, con sus luces y sus sombras, con sus transparencias, ya seco el gris del fondo.
Trabajo con una minuciosidad completa, porque para mí todo tiene la misma importancia, el brillo de la pupila como el borde del vestido. Eso lo he aprendido de los grandes maestros, que no desperdiciaban un milímetro cuadrado de sus obras. En un cuadro todo tiene que ser de primera calidad, no hay nada que pueda dejarse aboceteado. A los grandes maestros hay que estudiarlos no solamente en los libros y en las reproducciones, sino con el ojo, directamente, mirando la tela una y mil veces…»
María Lionza y la temática indigenista
Pedro Centeno Vallenilla se considera uno de los responsables dentro del medio artístico de exaltar a través de sus obras, la figura de María Lionza y la valoración sobre el mestizaje, la identidad y el arquetipo de la Gran Madre que este personaje sugiere.
Debido a que el motivo central de la pintura de este autor era la figura humana cargada de simbolismo, esta diosa al igual que distintos caciques, se convierten en los mejores modelos representativos de lo étnico, no solo venezolano sino también amerindio, lo cual se encuentra presente desde sus primeras obras realizadas en los años 20, y principios de los 30, en las que se destaca un cuadro pintado para 1925, desnudo femenino frente a una cascada , titulado María Lionza, suponiéndose esta como su primera obra sobre ella, aunque es a partir de los años 40 y 50 cuando Centeno Vallenilla más claramente la representa.
En otra obra, María Lionza aparece con rasgos faciales aindiados, dos grandes trenzas y con una serpiente enroscada en el cuerpo recibiendo la adoración de las siete razas humanas, recreando su significación como entidad que juega con el bien y el mal, como la mujer serpiente que la caracterizó en sus primeras leyendas, así como su simbolización de la gran madre.
En estas décadas el autor plasma con más ahínco las personificaciones del negro, el blanco, del indio y del criollo, que aunque con ciertos rasgos griegos, producto de su formación académica, ambienta en espacios nutridos de detalles que describen los frutos de la tierra y la naturaleza en general y aquellos relativos a la condición de diosa que rodean a María Lionza.
Es así como aparecen tres cuadros titulados María Lionza y el llanero, en los que redestaca su inigualable belleza, su poder seductor sobre el género masculino, y el erotismo que mayormente se expresan en la pintura titulada María Lionza oceánica, en la que aparece desnuda, rodeada de amantes desfallecidos así como de otros que se acercan para satisfacerla, reflejando de esta manera a la mujer insaciable , «devoradora de hombres», características que presenta la Uyara , citada por Antolinez como una de las tantas figuraciones de nuestro personaje.
Otras pinturas la muestran recibiendo los frutos de la tierra, del mar, de la ganadería y de las tres razas, en donde no solo se recrean las riquezas de la tierra venezolana, sino el componente mestizo de sus pobladores.
Por último, se mencionará el tríptico titulado Venezuela realizado entre los años 1956 y 1958 en los espacios del circulo de Las Fuerzas Armadas, en Caracas, en el que se aprecia la lucha entre indígenas y conquistadores, resaltando la figura de Yara y sus características citadas, tanto por la figuración descrita por Homero Salazar como por la de A. Trayanoff, obra en la que se le representa como una gran guerrera, aspecto propio del carácter heredado de su padre, el gran cacique Yaracuy, donde aparece acompañada del personaje Kanaime, «espíritu vengador de la sangre de los indios amazónicos derramada durante los distintos combates».
Como bien se ha observado, las distintas obras de Pedro Centeno Vallenilla, recrean las diversas figuraciones y representaciones de este personaje, no solo para dar a conocer la imagen y la simbología que las envuelve, sino también para responder a las necesidades de la época en reafirmar la identidad venezolana y retomar la importancia del elemento indígena; mismo fin que aunque con ciertas diferencias, persigue la obra del escultor Alejandro Colina.
Fuente e Imágenes: http://ejrios.blogspot.com/