A mediados de los años 80, Carlos Ignacio Pérez importó a Venezuela lotes de cabras lecheras de las mejores razas y genealogías desde Estados Unidos, luego de varios años de investigación en torno al queso.
Productor autodidacta del mejor queso de cabra de la época, Pérez comenzó en su finca de Los Teques a aprender y experimentar hasta lograr un producto que cocineros, gastrónomos y críticos culinarios valoraban como «extraordinario».
«Algo que surgió por curiosidad, continuó por querer hacerlo cada día mejor que el anterior. Si el queso no era excelente lo desechábamos y probábamos hasta lograr la excelencia», afirma Pérez, quien todavía recuerda con cariño hasta el nombre de sus primeras cabras.
Lo que comenzó como un negocio familiar se convirtió en un ambicioso plan para armar una gran revolución caprina en Venezuela.
«Se me ocurrió importar cabras lecheras de las mejores razas y genealogías para compartirlas con otros productores», comenta. Se trajo tres aviones de Estados Unidos con cabras provenientes de California, Washington y Oregon entre otras latitudes.
Todas las cabras que hoy en día producen leche en cantidades importantes para la elaboración de quesos, conservan la genética de aquellas 400 cabras que llegaron al país hace casi 30 años.
Cabras alpinas francesas, Nubiana, Toggenburg, genética importada que han cuidado durante todos estos años para lograr el mejor producto final.
En palabras del gastrónomo y editor Ben Amí Fihman, Carlos Pérez es «un orfebre», porque en lugar de quesos producía joyas, según estiman sus críticas de hace más de dos décadas. Afortunadamente, su hijo Carlos Pérez Viana heredó la joyería, “cuando mi papá comenzó a hacer sus quesos nadie los usaba en la cocina y mucho menos en un restaurante”, explica. El panorama ha cambiado y hoy en día, son sus principales compradores.
Fuente: https://historiasdesobremesa.wordpress.com/
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