El salón de ventas de la tienda mide a lo largo unos 14 metros y tiene otros ocho de ancho. Durante el día, cuando está lleno de clientes interesados, el encargado hace dúo con la cajera facturando y envolviendo cosas para regalo. Como añadido, recibe lo que ingresa: nueva mercancía y hojas de currículo.
La mañana siguiente, jueves, cuando la tienda abrió sus puertas, el encargado revisó toda la correspondencia de la jornada anterior. Entre los papeles, despuntaba una docena de hojas curriculares a las que les dio lectura en voz alta. De 12 currículos, 10 eran de venezolanos. Sus descripciones eran simples, apenas reseñaban datos elementales de nombre, dirección, teléfono, capacidades básicas y educación elemental. 25 años fue la edad promedio. La información sorprendió a los presentes en el salón, pues dos de los vendedores y la cajera de la tienda son jóvenes emigrantes venezolanos.
Uno de ellos tomó la iniciativa. “Vamos a darle una revisada a esos papeles”.
De los 10 venezolanos uno era diseñador gráfico, otro ingeniero, otro contador público, otro licenciado en comercio exterior, también había una economista y una arquitecto. Los cuatro restantes resumieron toda su información académica en el título de bachillerato.
El asombro fue mayúsculo en el salón de ventas, pues los tres venezolanos que ahí laboran también son profesionales: uno en ingeniería, otro en comunicación social y otro en docencia. Cosa similar sucede en la tienda contigua, en la que hay cuatro venezolanos trabajando egresados en áreas como: contaduría, administración y periodismo.
Aquel jueves a media tarde un joven caraqueño se acercó con la fotocopia de su currículo. De rostro cansado y agitado por lo que seguro había sido una semana interminable de entrega de hojas de vida por toda la ciudad, conversó con uno de los venezolanos empleados en la tienda. Se saludaron y este último le preguntó al citadino cómo iba la búsqueda de trabajo:
“Bien, todo cansón pero bien. He visitado los centros comerciales y algunas avenidas”, respondió. “¿No tienes ninguna carrera universitaria? Porque en el papel solo dice que eres bachiller en ciencias”, atizó el vendedor. “Sí tengo, claro, soy ingeniero agrónomo, pero cuando llegué me dijeron que ni se me ocurriera colocar eso en el currículo porque me iban a descartar en todos los trabajos por estar sobre-calificado”. “Así es. Aquí todos los venezolanos somos profesionales. Es extraño que alguien no lo sea. Lo bueno es que todos tenemos trabajo. Claro, primero esto para comenzar y luego algo mejor. Se consiguen las cosas y se puede vivir”. “Eso escuché. Voy a seguir intentando porque no tengo ahorros en dólares. Antes de venirme de Venezuela el dólar estaba tocando el cielo…”.
Luego de un abrazo, el vendedor le apuntó su número de teléfono y prometió recomendarlo con el encargado.
A la semana siguiente, el joven que recién llegaba a la ciudad era entrevistado por la supervisora de recursos humanos de la tienda, quien está a cargo del personal de otras 20 sucursales y siempre necesita gente nueva para incluir en la plantilla. “Te vamos a dar la oportunidad acá porque tengo a muchos venezolanos y me ha ido muy bien con ellos. Son responsables y tienen ganas de trabajar. Varios ascendieron en la empresa y lo van a seguir haciendo. Quiero que comiences aquí y luego vamos viendo. Sé que necesitas la plata y te daremos comisiones de acuerdo a tu desempeño”, dijo la mujer.
Así inició otro compatriota en la tienda. Con una historia similar van ingresando decenas en puestos de mayor relevancia.
Cada día llegan tres venezolanos al Uruguay y pareciera que la cifra va en ascenso. La diáspora es la peor herida que ha dejado la Revolución.
Por: Ángel Arellano.
Fuente: https://venezolanosenuruguay.wordpress.com/