Tres ciudades en seis días: Cartagena y su muralla, sus calles para enamorarse y su mar caliente como caldo de papas; Bogotá, la cosmopolita urbe del peatón; y Cali, calurosa parada antes de seguir hacia Ecuador
Cruzar la frontera zuliana entre Venezuela y Colombia, para efectos sensoriales, es como seguir viajando dentro de un mismo país: los mismos paisajes, idénticas casitas a la orilla de la carretera, las mismas señoras sentadas en sillas de mimbre junto a las puertas coloridas.
Finalmente, tras 20 horas de camino desde Caracas, llegamos a Cartagena de Indias, primero de quién sabe cuántos destinos de esta inolvidable Travesía a lo largo, ancho, alto y profundo de nuestra Suramérica. La primera impresión que tuve fue la de estar en una ciudad anárquica donde autos, motos y bicicletas se mezclan y cruzan con mal genio y habilidad admirable.
El pasado del Sur
Después de ubicar un hostal decidí salir a caminar la ciudad nocturna. ¡Y qué descubrimiento! La urbe amurallada, iluminada, medianamente conservada, amigable, de bellas mujeres, multicultural, multinacional, con antiquísimas casas enormes, con amplios ventanales, balcones inundados de flores, unas cuantas obras de arte y una gorda de Botero, carretas y caballos… aquello parece un parque temático inspirado en la América conquistada del siglo XVI.
Y me llevé una sorpresa: la ciudad antigua es una fiesta hasta tarde. A la una de la madrugada parecía que fuesen las 8 de la noche. Inseguridad cero (eso sí, fuera de la muralla hay que tener mucho cuidado).
La muralla es el símbolo de Cartagena (Foto: Johan Ramírez)
Pero lo especial en esta ciudad fue conocer la muralla. Contemplarla de cerca y caminarla es un encuentro con el pasado del continente.
La costa es amplia y el mar es muy caliente en Cartagena (Foto: Johan Ramírez)
Bañada en oro
El trayecto de Cartagena a Bogotá fue terrorífico, repleto de curvas mientras subíamos la interminable cordillera andina hasta los 2.900 metros donde se fundó la capital colombiana. Llegar nos tomó 22 horas. Eran las 5 de una helada y húmeda tarde bogotana.
La Plaza de Bolívar, en pleno corazón de Bogotá (Foto: Johan Ramírez)
Llegué al Museo del Oro, salas y salas colmadas de la Colombia precolombina. Galerías enormes con oro por doquier, en todas las formas y tamaños, de todos los pesos y brillos posibles. Y a uno le surge la pregunta de que si esto fue lo que dejaron los conquistadores, ¿cuánto entonces se robaron?
De allí fui a la Plaza de Bolívar, espaciosa y dinámica con sus dos mil palomas y su Libertador de espaldas al Capitolio; luego al Congreso, a la Casa de Nariño, la Casa donde se declaró la independencia, la que hospedó a Bolívar en su última visita a esta ciudad, el lugar donde asesinaron a Gaitán, el Museo de la Moneda y el de Botero, un remanso inolvidable.
Botero, Picasso, Miró… ¡mucho gusto!
Docenas de cuadros del célebre artista colombiano llenan las paredes de este museo. Y más allá de Botero también yacen en este sitio una colección de genios de la pintura. De pronto me hallé frente a un extraño cuadro, era el cráneo vacío de un animal, un montón de rayas entrecruzadas… pero allí, en la esquina inferior derecha, como hecha por un niño, estaba la firma del autor: Picasso. ¡Picasso!
Luego surgieron Monet, Miró, Rembrandt, Goya, más Picasso y más Botero. Cuando ya nada podía sorprenderme apareció, justo allí, Salvador Dalí: una mujer con los pechos desnudos y una larga baguette como sombrero.
Así terminó Bogotá… ahora venía Cali, una ciudad donde solo pasaría un día antes de seguir el largo viaje hacia Quito, la capital de Ecuador y el segundo país de esta Travesía.
Por: Johan Ramírez
Instagram: quiendijolejos
Fuente: https://quiendijolejos.com