Llega la primavera y se cuenta un año. Se dice fácil pero se cuenta lento. Ahora que finalmente cumplí los primeros 365 días en este lado del mundo, pienso que ha sido rápido. He tenido tiempo para reír, llorar, pensar, escribir, llorar, caminar, ver, fotografiar, llorar, pasar rabietas, afianzar la creatividad y conocer. (Sí, se llora, y mucho). Todo el mundo siempre dice que lo más importante es el aprendizaje, y en este caso, mis primeros balbuceos en mandarín quizás sean lo más insignificante de ese aprendizaje.
A casi 15 mil kilómetros de todo lo que considero familiar, la nostalgia hace mella no pocas ocasiones. Uno no sabe si son los amigos, la familia, la oficina, el bar, las arepas, el queso, la cola de la Cota Mil, el café de la panadería de San Bernardino, el mototaxista de la esquina del bulevar, la peluquera creativa, el “¿qué más? ¿cómo está la cosa?”, el Ávila perenne, la playita de los domingos o la bailada esporádica, lo que hace falta. Pero sabe que algo, sin duda, hace falta. Es un algo que no se llena con los templos ni con la muralla, no importa que se vea desde la luna. Es algo que, simplemente, no se llena. Ya lo dije, es nostalgia.
Pero se puede vivir con nostalgias, y aunque como dice Calamaro, a fuerza de partir uno aprende qué es volver, también se aprende sobre partir y sobre lo necesario que a veces es partir para abrir un mar de interrogantes y reflexionar sobre las verdaderas cosas que cuentan en la vida.
La adaptación es dura, no importa quién diga que no, es dura. Lo más difícil no es China, ni el mandarín, ni las diferencias culturales. Lo más difícil es no ser más el rey de tu pueblo, no estar más en tu terruño donde todo se había vuelto blando y confortable, a pesar de los vaivenes ingratamente aportados por la delincuencia, la inflación o los cortes de luz. Toca entender y superar las complejidades de ser extranjero, palabra que nunca comprendí realmente a pesar de que mi papá fuera uno.
Hablar de tu país a tanta distancia y con barreras de lenguaje se convierte en una odisea. Lo primero que notas es que recuerdas con más amor todo que cuando vivías allí, y luego, que no importa cuánto te emociones al tratar de describir el Ávila o la hermosura del coral en la orilla de Cepe, para tu interlocutor es solo un rato de conversación.
A un año todavía no logro pronunciar correctamente Venezuela en mandarín, pero ya me aproximo. No tengo Harina PAN, pero hago mis arepas con polenta. Y dentro de poco voy a lanzarme a hacer mi primer queso, aunque no tenga posibilidad de llegar a un pedazo de guayanés. A un año, sigo sin comer sopas de noodles, pero no saco los dumplings del menú, por nada. No cambio mi español, pero me gusta aprender mandarín y sentir que puedo comunicarme, aunque todavía vagamente. Extraño el Caribe con tristeza de culebrón, y añoro el cielo azul de la golpeada Caracas, pero qué oportunidad poder ver los cerezos florecer desde mi ventana en este comenzar de primavera. No hay chocolate venezolano, el mejor cacao del mundo, pero aprendí que Vietnam tiene un gran café. No hay cordillera andina, pero ya veré Mongolia.
No hay cómo llenar la nostalgia de lo que se dejó, la cosa es que hay otras tantas cosas que se van abriendo camino dentro de uno, y que, ¿por qué no?, capaz y son las nostalgias del mañana. Todo esto para decir que comienza mi segunda primavera aquí, en la China.
Por: Pau.
Fuente: https://aquienlachina.wordpress.com/
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