Algunos historiadores consideran que para la patria adolescente, el general Páez llegó a ser un verdadero «Hombre de Estado». Se nace hombre de gobierno como se nace poeta, «donde muchas veces los hombres inferiores se ennoblecen e ilustran. Gobernar 10 años es hacer un curso de política y de administración». (Organización de la Confederación Argentina, 1858, P.126.).
Según Vallenilla Lanz, fue positivo el hecho de la existencia de hombres con puño de hierro rigiendo un país turbulento, lleno de gendarmes, con el fin de amedrentar a los revolucionarios oportunistas y de aplacar los ideales antipatrióticos. La existencia de los grandes caudillos fue necesaria para la unificación del Estado y para la implantación del mismo como una institución, para que a largo plazo se convirtiera en el administrador del marco jurídico, político y social del país.
Sin embargo, para ello el poder debía concentrar las garantías de esa Primera República en el ideal de un único gendarme vivo, Páez, lo cual generó, a posteriori, un creciente malestar social en las bases campesinas de las empobrecidas provincias patrióticas y liberales, que fueron, a la postre, causa y caldo de cultivo de movimientos anarquistas que condujeron a una feroz guerra civil que se decantó a favor del ideal de Federación, como marco de una evolución involuntaria en manos de nuevos caudillos que tuvieron sus propias oportunidades de fracasar, traicionar y, por supuesto, tener sus aciertos históricos.
Esta consecución de acciones produjo que en nuestro imaginario histórico el caudillo sea considerado como un ser «unificador» del Estado, dador y velador de la paz. Así, el caudillo, a través de Páez, queda registrado como el conductor a niveles superiores de organización social, dirigente de las riendas de la joven república por un turbulento andar en el sendero que conduce hacia el buen gobierno o en su defecto, la verdadera «democracia representativa».
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