No sé si se debe al hecho de haber empezado de cero esto de sentir el pecho hinchado cada vez que escuchas historias de personas normales que combaten sus miedos a toda costa, o que por lo menos aceptan que el freno al éxito es solo el temor de caer al vacío y deciden lanzarse por igual. No recuerdo haber sentido tanta inspiración cuando vivía en Venezuela. Y sí, creo que en parte lo aprecio mejor ahora porque me ha tocado superar algunos miedos que nunca pensé enfrentaría.
Y podría nombrar aquí a la Madre Teresa de Calcuta, a Mandela, a Obama o Chavéz -sí, aceptémoslo, algunos se inspiran con este par de dos-, pero de ellos siempre me queda la duda de si lo que dicen es tan cierto o si es solo una verdad manipulada. Yo soy de las que cree en lo que ve, en lo tangible, en el cuento echado por el protagonista, junto a sus gestos, a su mirada, al quiebre de su voz cuando habla de los sinsabores y el brillo en sus ojos llenos de orgullo por sus logros.
Esas personas te las puedes cruzar por la calle. Es la más común. La que menos te lo esperas. Todos tenemos una historia. Todos debemos combatir miedos y seguir luchando. Pero no todos la compartimos.
Sonriente ante la vida
Como esa señora que se sentó conmigo una vez en la clase de holandés. Con sus dientes torcidos y maltratados pero sonriente. Con mirada ingenua pero atenta escuchando, aún sin poder entender demasiado, pues su nivel poco le deja avanzar en el idioma.
Una vez escuché que había tenido muchos traumas y que era muy limitada para aprender debido a eso. “Limitada”, que palabra tan fea.
Cuando vivió en el campo de refugiados, aprendió algunas palabras en inglés. Poco a poco luego algo de holandés. Y así habla un poco, entre un idioma y otro, pero se hace entender muy bien. Aunque a veces cueste entender que un “soromini” se refiera a una “ceremony” en inglés.
Y el día que siempre recuerdo fue aquel que nos invitó a su casa a tomar un café. Había preparado todo con mucha antelación. Había ido a recoger pasto seco para hacer un piso en su casa en donde nos sentaríamos. Porque así es la costumbre en su país. Tomarse el café en compañía es motivo para una “soromini”.
Esa vez preguntábamos de todo, menos de su pasado, pues no queríamos ser imprudentes. De cómo se hace el café allá, de cómo se comen las palomitas de maíz -porque sirvió palomitas-, de la bandeja llena de chocolates y de esas costumbres que nosotros no conocíamos. Disfrutamos del café y de todo lo demás hablando. Y hablando se abre la gente.
Nos contó cuando vivió en el campo de refugiados antes de que le fuera asignada una casa, de cuando empezó en la escuela, de que todavía no se siente preparada para trabajar, del vecino que le hacía ojitos y que ella ignoraba porque ella es una mujer casada. Aun cuando no se sabe nada de su esposo. Al igual que toda su familia, como de su casa, como su todo lo que tenía antes allá y por lo que lloraba cada vez que recordaba cuando estaba reciente en Holanda. Como dice ella, huilen, huilen -llorar, llorar; en holandés-.
Esboza una sonrisa y dice que ahora se despierta temprano y lo primero que hace es arreglarse, abrigarse y salir a caminar. Así no estoy todo el día huilen, huilen, dice. Y vuelve a sonreir.
Yo nunca la he visto llorando, al contrario, siempre hay una sonrisa en su cara. Siempre. Con todo y que no hable holandés a la perfección. Con todo y que su pasado sea tan difícil de imaginar para los que tenemos la dicha de vivir en países tranquilos. Siempre hay una sonrisa en su cara porque como dice ella, si te quedas adentro, vas a empezar a huilen, huilen.
Inspiración
Podría aprender de los más grandes, pero cada vez que recuerdo la sonrisa de esta señora siento el pecho inflado y pienso que nada de los obstáculos que pueda tener en esta nueva vida, puede ser más grande que el que ha tenido ella. Y sí, es cierto, cada quien carga su propia cruz, pero lo que quiero decir es que no necesito escuchar el discurso de Martin Luther King para sentirme inspirada y arreglarme cada mañana, abrigarme y salir a caminar en vez de sentarme a lamentarme por lo que me falta.
Hace tiempo quise escribir sobre esta sensación de orgullo por el logro de ella. Me senté alguna vez y empecé el post. Pero ha sido estos últimos meses que he tenido razones suficientes para terminar lo que había empezado una vez.
Y es a ustedes que me leen a quienes quiero agradecer desde lo más profundo de mi pecho hinchado -y conste que soy de poco pecho-.
A los que lo hacen en silencio pero sobre todo, a los que se toman un momento de su tiempo para dejarme saber que gracias a este blog, incluyendo sus redes sociales, han decidido ser mejores personas. A aquellos que quieren aprender holandés, al que piensa que es posible emprender un negocio, al que se siente apoyado para enfrentar con ganas la adaptación en este país, a ti que decidiste adoptar costumbres de reciclaje porque alguna vez les eché el cuento de cómo yo lo había aprendido, a ti que me envías un mensaje solo para decirme que has aprobado tu examen de integración, o que me cuentan sus miedos sin conocernos en persona, que me preguntan cómo lo hago, que me cuentan cómo lo hicieron. La inspiración que ustedes sienten con cada post de Naciendo en Holanda, la recibo yo de vuelta y aunque cueste creerlo, también es parte del motor que bombea gasolina a quien escribe aquí. A mi. Aunque parezca insignificante, cada pequeño gesto de ustedes hacen una mejor Ley.
Así que, ¡GRACIAS POR LA INSPIRACIÓN!
Por: Ley.
Fuente: http://www.naciendoenholanda.com/