Parece irónico, pero luego de soñar con obtener el CE y un trabajo, las preocupaciones comienzan a disminuirse pero también a transformarse. Preguntas como: “¿Y ahora qué? ¿Me casaré aquí?, ¿tendremos nuestros hijos fuera de Venezuela?, ¿cuándo visitaré a mi familia de nuevo?…” Comienzan a rondar por la cabeza más serias que nunca. “Saudade”, a medida que pasa el tiempo “cae la locha”, la decisión de vida se torna clara y define el futuro.
“Muchos dicen que si nos fuimos fue porque era lo más fácil, pero estar en un país extraño es tan difícil como seguir allá. Es adaptarse a nuevas costumbres, es luchar a diario con la nostalgia, es meter tu vida completa en dos maletas”, pone la cereza Angie, comunicadora que migró a Lima en principio, para estudiar, pero gracias a la negativa de Cadivi tuvo que comenzar a trabajar.
Y es que la migración, al menos para el venezolano, no es un tema con fecha de caducidad, no es un papel firmado que indica qué día regresará. No es “dejar un pie aquí y otro allá”, es cruzar la calle casi de manera definitiva. Tan definitiva como lo fue esa cruzada que hace más de 20 años cientos de peruanos decidieron tomar.
En el siglo XX Venezuela fue cuna de miles de extranjeros. En la época de las vacas gordas, el país de las oportunidades era ese pedacito de cielo en América del Sur. El “ta’ barato dame dos” y la economía pujante gracias al petróleo hacían que este fuera el paraíso para limeños que emigraban huyendo de un Gobierno militar en el que la escasez era reina y el pueblo sufría las consecuencias.
“Cuando Talia, mi hija, era pequeña —ya tiene 29— recuerdo que al ver una cola nos metíamos sin preguntar qué estaban vendiendo, y al llegar nuestro turno nos dejaban comprar un kilo de azúcar o un litro de leche… eso sin contar con que no sabías cuánto te podía costar conforme pasaban los días, la inflación era absurda”, recuerda María, la dueña de una pequeña empresa en Perú.
“Sufrimos el más alto nivel de corrupción nunca antes visto”, afirma Jorge, gerente de operaciones de una empresa en Lima. Cualquier parecido con la realidad venezolana es más que coincidencia.
“Nosotros ya pasamos por lo que ustedes están pasando, y nos tocó aprender”, remata un gentil taxista que al recibir venezolanos no hace más que darles la bienvenida y enorgullecerse de su país a pesar de reconocer que no es perfecto: “Todavía nos queda por aprender, tenemos defectos como sociedad. Somos machistas, aún no aprendemos que no está bien, que los políticos roben, porque muchas veces decimos cosas como ‘él roba pero hace’, no debemos conformarnos, pero bueno… ahí vamos”, cierra.
En general, el recibimiento, más allá del tema migratorio y la legalidad, es agradable,;pocas son las experiencias negativas que cuentan los venezolanos. Al parecer, este terruño, bendecido por la Pachamama, no solo es consciente de su progreso sino que también está agradecido. Abre las puertas grandes, las principales, a los nativos de un pueblo que hoy no está en su mejor momento.
Por: Oriana Montilla.
Fuente: http://elestimulo.com/
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