En China, debido a la diferencia fonética y escrita que supone el mandarín, toca, además, “achinesar” la identidad. El mismo proceso funciona, a la inversa, para quienes han ido a morar en nuestras latitudes.
Identidades chinas
Este sencillo detalle te traduce para los locales. Aquí nadie se salva, si quieres rodar en la boca de los nacionales, tienes que producirte en mandarín. No es un asunto sencillo. Existen empresas dedicadas a confeccionar identidades chinas para las grandes marcas internacionales que quieren incursionar en este mercado. La clave es juntar los caracteres de forma que el resultado suene parecido a la identidad de pila y que, a la vez, tenga un buen significado para adentrarse en la voluntad de los consumidores. Se habla de Coca-Cola como un ejemplo exitoso: no solo su traducción suena muy similar sino que además es la bebida “sabrosa y divertida”.
En la vida cotidiana, muchos extranjeros no se complican a más y solo hacen la traducción fonética, en tanto que otros sí juegan un poco más con su nueva identidad. También hay quienes optan por sustantivos simpáticos como “mariposa”, “flor” o “gato volador”. ¿Yo? no fui de nada. Me quedé tan Paula como siempre fui, y nunca me fue muy necesaria la transformación. Pero nunca hay “nunca” y, cuando me inscribí en la Universidad unos días atrás, la funcionaria exigió un nombre en caracteres para completar el trámite. Pedí asemejar el asunto lo más posible sin mucha creatividad y pasé a llamarme “Baola” que, pronunciado de otra forma, puede entenderse como “estoy lleno”. Fácil.
Mi primer día de clases
El primer día de clases resultó que -por increíble que parezca- otra Paula, venezolana, estaba inscrita en la institución, y la funcionaria sugirió un cambio inmediato de nombre para evitar confusiones. Imposibilitada a hacer algo productivo con mis apellidos, negada a llamarme “conejo” o “árbol bonito” y presionada por la fila de gente que esperaba tras de mi para arreglar otros asuntos, acepté un experimento que intenta -de forma poco exitosa- parecerse a mi segundo nombre.
No solo no tenía idea de cómo me llamaba cuando entré a mi salón de clases, sino que mucho menos sabía escribirlo. Y claro, ¿recuerdan sus primeros días de clase en cualquier lugar?, toca presentarse a la clase, ¿no? He pasado algunos escenarios graciosos en estos años, pero pararme frente a un grupo de adultos y preguntarle a una completa desconocida -mi profesora- “¿cómo es que me llamo?” clasifica, de lejos, para el top ten de mis situaciones absurdas.
En blanco
Como quien cambió el tono de su celular y no contesta las llamadas con rapidez porque no reconoce la música, así me quedo yo cada vez que toman la lista. En blanco cuando algún compañero de clases se acerca a hablarme, y casi fingiendo demencia cuando me piden leer o responder preguntas. No puedo evitar quedar unos segundos sin entender qué pasa hasta que recuerdo y capto que, en efecto, es conmigo.
Pero todo tiene dos lados, y este no es excepcional. ¿El positivo? ya aprendí a trazar los tres caracteres que me identifican en el mundo escolar. ¿El negativo? después de tanto esfuerzo, la certificación al final del año se la va a llevar otra que no soy yo.
Fuente: https://aquienlachina.wordpress.com
Imagen: Web