Escape a Luxemburgo

Cuando le dije a mi mamá que estábamos partiendo a medio día para Luxemburgo, ella me respondió: ¡Ah! ¿Te vas a Alemania?

Es que cuando uno vive del otro lado del charco, en otro continente, uno no escucha nada de esos países pequeñitos. Y menos cuando no son tus vecinos. ¿Qué va a preocuparse uno de esa gente que sólo tiene chismes de vecindario en los periódicos?

Desde el año pasado estábamos queriendo ir, pero algunos por menores no nos dejaron y habíamos aplazado el viaje hasta cuando se pudiera. Llegó enero, luego las vacaciones de febrero, luego entró marzo y luego Pablo empezó a desesperarse porque todo el mundo en este país se iba de vacaciones menos él. Así que sincronizamos agendas, tomamos la compu, reservamos un hotel para el primer fin de semana que tuviéramos ambos libres de citas y nos fuimos.

La verdad, hace tiempo que quería ir a Luxemburgo, y no porque quisiera ver algo en particular, o porque haya escuchado maravillas de ese país, sino porque nos queda relativamente cerca de Holanda y es buena idea para una escapada en auto. Así que iba sin ninguna expectativa, sin saber qué me iba a encontrar ni qué quería ver. Lo único seguro era que quería tomar muchas fotos. Extrañaba mi cámara. Caminar con ella colgada al cuello, ver algo lindo, parar, enfocar, disparar y salir corriendo para alcanzar a Pablo que siempre sigue de largo porque no hay peor cosa que esperar a un fotógrafo cada cinco minutos a que haga su magia.

 

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Como muchas ciudades europeas, Luxemburgo tiene su encanto lleno de historia. Lo puedes ver en su arquitectura. Y si caminas con Pablo al lado, que siempre lleva a mano su mejor amigo el Lonely Planet, te enteras también de cómo y porqué está construida así la ciudad. Antes se esmeraba en contarme cada detalle, ahora entiende que a mí me gusta saber lo justo y necesario y se concentra en decirme lo más relevante. De esa manera hemos encontrado el balance perfecto para cuando viajamos juntos.

Llegamos el viernes entrada la noche a un hotel en las cercanías de la estación central. No sé por qué, pero yo tenía la idea de que en Luxemburgo se hablaba alemán y les juro que me sorprendió mucho escuchar de entrada el francés. Nada, que si en alemán sé cinco palabras, en francés sabré dos, y el típico «vule-mucuche-arrevoa-sesoa». Pero la verdad es que ambos idiomas son parte de las lenguas oficiales del país. Y dice el Wikipedia que Luxemburgués, pero yo de eso no escuché.

Fueron unas seis horas de viaje. Viajar en hora pico no es buena idea. Por lo tanto llegamos cansados, tratando de encontrar donde estacionar sin que nos costara más caro que el hotel ni que nos quedara tan alejado. Hicimos el check in, verificamos que la habitación estuviera en condiciones y bajamos a las ocho de la noche a comer al Vapiano que casualmente estaba a media cuadra de donde nos estábamos quedando. ¿Conocen ese restaurante de comida rápida italiana? Hace unos años nos lo presentó una amiga en Dusseldorf y desde entonces, si nos lo encontramos en alguna ciudad de Europa y queremos comer sabroso, bastante y a buen precio, nos pasamos por ahí.

Dicen que la ciudad de Luxemburgo se recorre en un día, así que el sábado estaba destinado a caminar. A subir y bajar porque así es su paisaje, lleno de montañas. Algo de lo que no me doy cuenta ni me impresiona tanto como a Pablo. Debe ser que todavía mi holandización no llega al punto de olvidar las geografías montañosas.

Caminamos por el centro, llegamos a los pasadizos subterráneos de Petrusse Casemates y visitamos el palacio del Gran Duque de Luxemburgo. ¿Sabían que en Luxemburgo no tiene Rey sino un Duque? Ahora entiendo por qué mi mamá no sabía que eso era un país. Claro, seguro que el Duque y su familia no aparecen en la revista «Hola» y ella ni se entera.

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Dice Pablo, quizás con ayuda de su Lonely Planet, que antes, cuando Holanda, Bélgica y Luxemburgo eran un sólo país, tenían un único reino y que, al momento de separarse, Luxemburgo quedó con un Duque que en ese momento tenía el título más alto, así que en eso quedó la cosa hasta el presente. Así que el palacio no es nada del otro mundo, y si no es porque hay un oficial de estos uniformados en la entrada del edificio, uno ni se entera de que ahí es donde vive la familia real.

Afortunadamente nos tocó un fin de semana de sol brillante. Con frío, pero con sol al fin. Y como costumbre europea, ya el mundo luxemburgués se había apoderado de las terrazas para hacerle oda al sol. Nosotros quisimos hacer lo mismo, pero no hubo manera de explicarle en inglés al hombre del local en donde tomábamos la cerveza que queríamos sentarnos afuera. Definitivamente si algo me sorprendió de un país tan rico y una ciudad relativamente turística, es que pocos se pudieran comunicar en inglés. No sé si se niegan a aprenderlo/utilizarlo como los franceses o es que realmente con  dos lenguas tienen suficiente trabajo mental.

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Otro detalle muy particular es que, por lo menos la ciudad, no es un lugar para comer bien. Si bien los restaurantes son costosos, la calidad y sabor de la comida deja mucho que desear para el precio. Así que si me permiten una recomendación, váyanse a un McDonalds que no se van a perder de mucho.

Ya el domingo, con dolor en las pantorrillas por haber subido y bajado los 460 escalones de los pasadizos, partimos rumbo a casa, pero por supuesto, no sin antes hacer alguna parada turística, pues las rutas hay que aprovecharlas y si se trata de un castillo, los favoritos del Pablo, pues mejor. Así que esta vez le tocó el turno al Castillo de Vianden. No tan grande como otros castillos que hemos visitado, pero definitivamente siempre te sorprende saber que hace mucho tiempo ahí vivía gente y que su construcción llevó muchos años y pasó por muchos períodos de la historia.

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Definitivamente Luxemburgo es una ciudad para un fin de semana. Un poco costosa, pero vale la pena conocerla en algún momento, y para el próximo viaje, mejor seguimos recorriendo Alemania que tiene mucho más que descubrir y es más económico.

Por: Ley.

Fuente: http://www.naciendoenholanda.com/

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